domingo, 23 de octubre de 2011

EL FIN DE LA DEMOCRACIA DÉBIL (Escrito en 2006)


Ortega escribió: “pensar es, quiérase o no, exagerar. Quien prefiera no exagerar tiene que callarse; más aún: tiene que paralizar su intelecto y ver la manera de idiotizarse.”1 Y es que el pensamiento viene a ser como un potente microscopio que exagera lo real para poder así diseccionarlo con precisión; aunque, tras el acto de pensar, podamos y debamos volver a las dimensiones macroscópicas en las que nuestra vida cotidiana se desenvuelve.

Si miramos a nuestra sociedad a través de la lente que nos brinda Ortega en su obra La rebelión de las masas podremos certificar que, pese a pequeñeces despreciables, sus vaticinios (forzosamente exagerados, pues son fruto de un verdadero pensamiento) se cumplen con estremecedora precisión: las masas se han rebelado y han establecido su imperio.

Con no pocos esfuerzos, y tras muchos cientos, miles de años de total ausencia de libertad política y social, en un privilegiado rincón del mundo, Occidente, se están imponiendo con firmeza las democracias, el poder del pueblo. Los ideales ilustrados de igualdad, fraternidad y, sobre todo, de libertad se están llevando a la práctica con relativo éxito. Nunca como ahora en la historia los seres humanos habían tenido tantas y tan importantes posibilidades de llevar una vida gozosa, libre, plena feliz. Sin embargo, no es menos cierto que también es ahora cuando menos se aprecian los logros obtenidos por nuestros predecesores y cuando más peligro hay de que lo conseguido pueda perderse para siempre. “No quiero decir con lo dicho, -escribía Ortega-, que la vida humana sea hoy mejor que en otros tiempos. No he hablado de la cualidad de la vida presente, sino sólo de su crecimiento, de su avance cuantitativo o potencial”2.

Analizando la democracia española en sus albores, Ortega detecta en ella la existencia de una “cepa” de infección peligrosa que puede acabar por corromperla: la “ignorancia inconsciente3. Es cierto que en todas las épocas los pueblos han vivido cargados de ignorancia, pero la ignorancia de las democracias actuales lleva aparejada una nota esencial que la hace ser mucho más peligrosa y mucho más ignorancia que nunca: la inconsciencia. Antes el ignorante sabía de su propia ignorancia y se avergonzaba de ella reconociendo la dignidad superior del docto (una superioridad, por supuesto intelectual, no ontológica). Pero la ignorancia actual (tanto en la actualidad de principios del siglo XX como en la de principios del XXI) es tan profunda que aquel que la padece no se sabe como tal, sino que se ve a sí mismo como docto. “Nadie hay ni puede haber más docto que yo”, piensa el ignorante.

Ortega creía que lo que él veía en la sociedad de su época era el definitivo efecto perverso de esa ignorancia en la democracia en donde triunfaba la homogeneidad del pueblo descrita como la “muchedumbre-masa” por contraposición a la “minoría excelente”. En una sociedad tal la democracia pasa a ser “híper-democracia” en la cual “el alma vulgar, -dice Ortega- sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y la impone dondequiera”4. Ortega veía surgir al “hombre-masa” por todas partes de tal modo que llega a decir que “si dejamos a un lado -...- todos los grupos que significan supervivencias del pasado -...- no se hallará entre todos los que representan la época actual uno sólo cuya actitud ante la vida no se reduzca a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación”5.

El hombre-masa, satisfecho de sí, no acepta la existencia de ninguna instancia exterior a sí mismo, superior a él, a la que referir su moral o su conocimiento. No acepta la existencia de nada superior o mejor que su propia voluntad o su libre capricho, ni nada preferible a su propia opinión, apetito o impulso. El hombre-masa es el niño mimado que cree merecerlo todo porque todo le ha sido regalado desde el principio sin necesidad de hacer el más mínimo esfuerzo.

Y he aquí donde Ortega llega al meollo de la cuestión y da en la clave de la peligrosidad de las democracias modernas: el hombre-masa, ignorante inconsciente, cree que el estado democrático en el que vive es algo natural a lo que tiene derecho sin colaborar en nada para su mantenimiento. “Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos”6.

Pese a todo, el análisis que Ortega hace de la sociedad, aun llegando al núcleo mismo del problema, se nos queda algo corto para la comprensión de la democracia actual. Y esto fundamentalmente porque, como el propio Ortega indica, él dejó de lado esos grupos que significaban supervivencias del pasado (cristianos, idealistas, viejos liberales, etc.), grupos que, por cierto, abundaban a principios del siglo XX. Por ello aún quedaban numerosos reductos de hombres pertenecientes a la minoría excelente y la masa no se había extendido en la medida en que lo ha hecho y lo sigue haciendo hoy día. En la actualidad, el inmenso desarrollo tecnológico y de los medios de comunicación, como imparable viento huracanado, ha soplado sobre las ascuas de la muchedumbre-masa elevando la ignorancia inconsciente a dimensiones colosales. Se podría decir que la muchedumbre-masa es hoy día un fenómeno de carácter universal. Y, tal y como podría haberse previsto, ciertas minorías interesadas aprovechan la situación para conducir a los pueblos a donde sus propios intereses particulares les indican. Allá donde suena el cencerro del poderoso van las muchedumbres inconscientes pensando, paradójicamente, que hacen lo que su voluntad les marca. Podríamos decir que vivimos en democracias de papel, democracias ficticias en las que el pueblo ignorante cree decidir según su propia voluntad sin saber que su voluntad no les pertenece pues ha sido preconfigurada desde el exterior. Son, pues, democracias débiles.

La democracia, como sabemos, es la dirección de la sociedad por parte del pueblo; pero cuando el pueblo es ignorante e irreflexivo, cuando carece de voluntad propia o de criterios de discernimiento, entonces la democracia pierde fortaleza, se debilita dejándose manejar fácilmente por unos pocos sin saber (ni querer) oponerse. El pueblo debilitado es fácilmente convencible, sometible, dominable, adulable,... y decide lo que queramos que decida. De modo que la democracia débil no es sino un sistema totalitario con aspecto democrático (un aspecto puramente externo y formal).

De hecho, en realidad quizá nunca haya existido una verdadera democracia, una democracia fuerte. La clave probablemente haya que buscarla en la Antigua Grecia y en uno de los maestros de la filosofía: Platón. Recordemos que Platón se quejaba de que el sistema democrático era contrario a la razón puesto que, igual que el alma humana, la sociedad debe ser gobernada por la parte más racional de la misma, esto es, por la “minoría excelente”: los sabios. ¿Cómo va el pueblo ignorante –pensaba Platón- a dirigir con justicia y verdad los destinos de la sociedad si no sabe qué es lo justo ni cuál es la verdad? Su pensamiento puede sonar, como el de Ortega, a un elitismo intolerable para una mente realmente democrática. Quizá. Pero si ninguno de nosotros pone su salud en manos de inexpertos, sino que buscamos a los mejores especialistas y, ni tan siquiera, dejamos que cualquiera repare nuestro coche, sino que buscamos a un buen mecánico, ¿cómo podemos defender que aquello de lo que en el fondo dependen nuestras posesiones y nuestra propia vida y felicidad, esto es, la política, quede en manos de ineptos e ignorantes? No señores, no es fácil rebatir a Platón.

Sin embargo, son sonados los fracasos de Platón por instaurar su aristocracia (supuestamente perfecta) mientras triunfaba la democracia ateniense. Pero Platón seguía criticando a la democracia, probablemente no por ser democrática, sino por su esencial debilidad. Y la debilidad de esas democracias Antiguas provenía, entre otros posibles motivos, de la filosofía sobre la que se sustentaba: la sofística. Dejando a un lado los grupos que significaban supervivencia del pasado (como el propio Platón), la corriente de pensamiento que impregnaba la vida política de aquellas polis democráticas no era otro que el relativismo sofístico que, grosso modo, venía a defender los principios que sustentan hoy día a las híper-democracias: no hay verdades, ni instancias exteriores a las que referir la moral o la ley, nadie es más que nadie... y la homogeneización se impone ante la excelencia.

¿Pero eran aquellas democracias verdaderas, o eran simples democracias débiles? Los avezados políticos profesionales se vanagloriaban de ser capaces de convencer a un auditorio (compuesto por unos ciudadanos en general mal instruidos) de una cosa y, acto seguido, convencerlos de lo contrario. Un pueblo así, fácilmente adulable y manejable sin límites ¿es el verdadero conductor de su destino o está en manos de unos pocos que se aprovechan de su ignorancia?

Platón supo verlo, pero no pudo evitarlo. Y la máscara democrática con la que se cubrían los poderosos se desprendió de las sociedades occidentales durante siglos, sin que en el fondo cambiara nada esencialmente.

Hoy han vuelto las democracias, las democracias débiles; los poderosos, aduladores y sofistas, han reconstruido la máscara de la libertad apoyados en una nueva filosofía débil: la filosofía posmoderna. Y tras ella, la oquedad de un pueblo ignorante que ríe tontamente creyendo dominar su destino y desconociendo su desconocimiento.

La Filosofía Posmoderna en la actualidad ha jugado y juega un papel similar al de la Sofística en la Antigüedad. Ha renunciado a la posibilidad de los fundamentos, ha renunciado a la posibilidad de la verdad, y, con ello, ha situado a todo saber en el mismo nivel. De modo que, ahora más que nunca, nadie es más que nadie, ni sabe más que nadie.

Con este pensamiento débil (así llamado por los propios autores posmodernos y de donde nosotros hemos tomado el adjetivo para calificar a la democracia que sobre él se sustenta) creían ilusamente (y quizá, no lo niego, bienintencionadamente) los posmodernos que estaban eliminando la posibilidad del totalitarismo y sentando las bases de una verdadera democracia. Pero esto no ha sido así. Si no hay opiniones mejores ni peores, pensaban, si todo es relativo, si no hay metarrelatos fundamentadores de la verdad, entonces ya nadie estará en disposición de arrogarse la posesión de la verdad, de la justicia y del bien dogmáticamente y, por consiguiente, nadie estará en disposición de imponernos sus creencias eliminando nuestra libertad. Con lo cual, concluían, no hay otra forma de vivir en libertad que admitiendo que todos tenemos la misma cantidad de razón en nuestros juicios, que nadie posee más verdad que nadie, y que todo vale. Pero se equivocaron. Platón lo vio, Ortega lo vio, y nosotros, gracias a ellos, lo empezamos a ver también.

Ortega lo describía perfectamente de una forma parecida a como lo que sigue: la muchedumbre-masa, satisfecha de sí, piensa que su opinión, su capricho o su deseo son absolutamente respetables y nada hay ni puede haber superior a ellos. Por tanto, ¿a qué esforzarse por mejorarlos? ¿Acaso existe algo que sea mejor a cualquier otra cosa? Por ello la masa no mejora, no se ennoblece porque no se esfuerza, y permanece en la vulgaridad de una vida que se deja llevar a base de inercia7.Un pueblo así no acepta vivir bajo la premisa del diálogo, sino que únicamente puede, sabe y quiere resolver sus problemas con la violencia como única razón esgrimible.

Por tanto, si el pensamiento débil de los posmodernos pretendía diálogo, democracia y libertad, lo que ha conseguido es justo lo contrario: cerrazón, silencio (un silencio referido a la ausencia de diálogo, no precisamente a la ausencia de ruido) y violencia (violencia doméstica, violencia escolar, violencia político-verbal, violencia internacional ...). Y es que para dialogar hay que poseer razones, ideas, argumentos de los que la masa carece y a los que el pensamiento débil ha condenado a desaparecer por el momento. “Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es, por lo tanto, creer que existe una razón , un orbe de verdades inteligibles. Ideas, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su código y su sentencia, creer, por lo tanto, que la forma superior de convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas”8.

Parece, pues, que si queremos de verdad alcanzar una democracia real, una democracia fuerte debemos recuperar la confianza en el pensamiento, en el razonamiento, en definitiva, en la posibilidad de alcanzar verdades de un modo lógico, sin violencia. Debemos recuperar el pensamiento en sentido fuerte superando las tesis posmodernas. Pero no para creernos en posesión de verdades absolutas e imponerlas a una mayoría que sigue siendo masa, aborregada y acrítica. La base real y última de la democracia, de la verdadera democracia es el pueblo, un pueblo capaz de dirigir su propio destino, un pueblo difícilmente adulable, difícilmente convencible, difícilmente domesticable; esto es, lo que es un verdadero pueblo frente a la muchedumbre-masa. Y la única forma conocida para convertir a la masa en pueblo no es otra que la EDUCACIÓN.

En conclusión, si queremos convertir la debilidad en fortaleza, la ilusión en realidad, si queremos rellenar la máscara democrática de autenticidad, la sociedad debe afrontar de forma inminente dos tareas fundamentales:

- Desde una perspectiva filosófica: superar el relativismo posmoderno y recuperar una versión fuerte pero no dogmática del pensamiento.

- Desde una perspectiva social: reformar la educación para que el pueblo aprenda a pensar por sí mismo y a ser verdaderamente libre.

Con ello conseguiríamos, al mismo tiempo, superar a Platón y a Ortega corrigiéndoles en algo también esencial para la democracia: que no gobiernen las minorías excelentes, sino que consigamos que sea la mayoría la que alcance la excelencia, o sea, que la masa se convierta en pueblo.

Ahora sólo nos quedaría una pregunta: ¿va la educación actual dirigida a conseguir un objetivo verdaderamente democrático? ¿No estaremos, más bien, convirtiendo al pueblo en masa?

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